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El imperio nuevo

El imperio nuevo


El Imperio Nuevo comienza hacia 1580 a. de J.C. y marca el triunfo del reino egipcio sobre todo el mundo hasta entonces conocido: es un período de poderío mi­litar, no más fundado en una política de defensa sino en la conquista, y de máximo esplendor artístico y cul­tural. Capital es todavía Tebas y los sacerdotes del dios Amón tienen siempre mayor influencia.

Los sucesores inmediatos de Ahmés, es decir Tutmosis I y Tutmosis II, se dedican ante todo a conquistas y ex­pediciones militares. Distinta es la actitud de la reina Hatsepsut, quien se proclama regente después de alejar a su sobrino Tutmosis III y reina sola por veintidós, años llevando barba y vistiéndose con trajes de hom­bre. Tranquilo en el campo militar, el reinado de Hat­sepsut es fervoroso en el campo artístico: fue ella, por ejemplo, quien mandó edificar esa obra maestra de ar­quitectura que es el conjunto funerario de Deir-el-Bahari. A su muerte Tutmosis III recupera el trono — después de haber hecho borrar de todos los monumen­tos el nombre de la usurpadora — y reina por 34 años. Bajo su autoridad Egipto vive una de sus épocas de mayor esplendor. Con diecisiete expediciones militares en Asia, derrota definitivamente a los Mitanios. Han quedado célebres en la historia sus victorias: Kadesh, Meggido, Karkhemish. Ahora el imperio egipcio com­prende también las islas de Creta, Chipre y el grupo de las Cicladas. Al fin de su reinado Tutmosis III llega hasta la cuarta catarata, extendiendo así los confines desde Napata, en Nubia (actualmente Yebel Berkal) hasta el río Eufrates.

EL IMPERIO EGIPCIO NUEVO


Sus sucesores inmediatos se limitan a mantener esta si­tuación: en 1372 a. de J.C. sube al trono egipcio Ame-nofis IV, quien ha pasado a la historia no sólo como el rey-poeta, sino también como el rey herético o cis­mático. Amedrentado por el clero de Amón, que había creado casi un estado dentro del estado mismo, el faraón reemplaza la religión de Amón con la de Atón, el disco solar, para cuya adoración ya no hacen falta simulacros. Cierra por tanto los templos y dispersa a los sacerdotes, abandonando Tebas y fundando una nueva capital, Akhetatón ("el horizonte de Atón"), la actual TelI-el-Amarna. Como último acto, cambia su propio nombre: no más Amenofis, que significa "Amón está contento", sino Akhenatón, o sea "esto le agrada a Atón". Sin embargo, el cisma no le sobre­vivió: la corona pasó al muy joven Tutankatón, quien bajo la influencia de la hermosísima Nefertiti ("la her­mosa que aquí viene") esposa-hermana de Akhenatón, volvió después de poco a Tebas, restableció el culto de Amón y cambió su nombre por el de Tutankamón. Es­te rey, muerto misteriosamente a los dieciocho años de edad, ha pasado a la historia por el memorable hallaz­go que de su tumba hizo Howard Cárter en 1922.


Sin embargo, en tanto que Egipto va hundiéndose siempre más en la anarquía, el poder pasa ahora a ma­nos de los militares, de Horemheb a Ramsés I (un mili­tar de profesión), luego a Seti I, quien reanuda la polí­tica de conquistas en el Oriente, y en fin a Ramsés II, apellidado el Grande, quien se dedica con todo empe­ño a guerrear contra los Hititas. Los detuvo en Ka­desh, en una épica batalla cuyo éxito fue incierto, no dando lugar ni a vencedores ni a vencidos. En los se­senta y siete años de su reinado el faraón quiso expre­sar toda su potencia en monumentos colosales (Abú Simbel, Karnak, Luxor). A su muerte le sucedió su hi­jo Mineptah y con él tiene comienzo la lenta pero ine­xorable decadencia del imperio egipcio: la anarquía in­terior y la llegada de los pueblos indoeuropeos a fines del segundo milenio a Libia, Asia y toda el área del Mediterráneo, pondrán fin al ya precario equilibrio in­terno.


El tercer período intermedio empieza en 1085 a. de J.C. con el advenimiento de la XXI dinastía y el trasla­do de la capital a Tanis. En seguida el poder pasa a las dinastías líbicas y más tarde etiópicas, siendo la capital nuevamente trasladada a Napata, en el Sudán. Llega después la época de la dinastía saíta y de las domina­ciones persas. Es en 524 a. de J.C, durante la XXVII dinastía, que los Persas de Cambises conquistan Egip­to por primera vez. En 332 a. de J.C. los Egipcios re­claman la ayuda de Alejandro Magno, quien será aco­gido como un libertador y a quien el oráculo de Luxor llama "hijo de Ra". Alejandro funda la ciudad de Alejandría (donde se le sepultará en 323 a. de J.C), ciudad que llegará rápidamente a ser el centro cultural de todo el mundo antiguo. A su muerte Egipto es go­bernado por la dinastía ptolemaica (o de los Lagidas), con la que empieza el proceso de helenización del país. Los dos siglos anteriores a la venida de Jesucristo ven la debilitación progresiva del país frente al astro na­ciente de Roma, bajo cuyo dominio colonizador cae luego Egipto.


Por fin, en 395 de nuestra era, a la muerte de Teodosio, Egipto se transforma en una provincia del Imperio de Oriente.

La escritura jeroglifica

La escritura jeroglifica


La interpretación de la misteriosa escritura egipcia ha suscitado siempre un interés muy vivo. En 1799 Bouchard, un capitán del ejército francés, estaba dirigien­do las operaciones de fortificación del fuerte Saint-Julien, a poco más de cuatro kilómetros de la ciudad de Roseta, cuando de repente, excavando, los obreros hallaron una piedra que ha pasado a la historia de la arqueología como la "estela de Roseta", la que ha per­mitido descifrar la escritura jeroglífica.

A consecuencia de las vicisitudes históricas, la estela pasó más tarde a los ingleses, que hicieron de ella una de las piezas más importantes del British Museum. Se trata de una losa de basalto negro muy duro, sobre una cara de la cual está grabada una larga inscripción trilingüe, cuyos textos están sobrepuestos. De las tres ins­cripciones la primera, de catorce renglones, está graba­da en caracteres jeroglíficos; la segunda, de treinta y dos renglones, en caracteres demóticos (del griego "demos" que significa pueblo y designaba un tipo de escritura usada por el pueblo, contrariamente a la hierática, o sagrada, reservada a los sacerdotes y sabios). La tercera inscripción, de cincuenta y cuatro renglo­nes, está grabada en caracteres griegos y por tanto comprensibles.


Historia de la escritura jeroglifica


Una vez traducida esta última, resultó ser un decreto sacerdotal en honor de Ptolomeo Epífanes, que terminaba con la orden formal de que "este decreto, grabado en losa de piedra dura en tríplice es­critura jeroglífica, demótica y griega" fuera esculpido "en todos los más importantes templos de Egipto". El honor del desciframiento de los jeroglíficos les corres­ponde a dos eruditos: el inglés Thomas Young y el francés Francois Champollion. Ambos pusieron mano a la obra más o menos en el mismo período de tiempo y vieron sus esfuerzos coronados por el éxito. Sin em­bargo, es Champollion el que debe ser considerado, más que su rival, el verdadero descifrador de la escritu­ra jeroglífica. Lo que Young había más bien percibido por intuición, logró Champollion aclarar con método científico, tanto adelantándose en sus estudios que a su muerte, ocurrida en 1832, pudo dejar hasta una gra­mática y un diccionario.


¿En qué consiste, pues, esta escritura que los Griegos llamarán jeroglífica ("hieros", sagrado y "glyphein", grabar)? Los antiguos Egipcios llamaban sus textos es­critos "palabras de los dioses". En efecto, según la an­tigua tradición, la escritura había sido enseñada a los hombres directamente por el dios Thot durante el rei­nado terrenal de Osiris. Y la escritura mantuvo siem­pre, a través de los siglos, caracteres sagrados y hasta poderes mágicos. Al que sabía trazar aquellos trescientos signos de la escritura egipcia (cada uno de los cua­les indicaba un sonido o un objeto) se le tenía en muy alta consideración. Los nombres de los reyes y de las reinas estaban encerrados en los que los arqueólogos han llamado "cartuchos"; y fue justamente partiendo de los nombres de Cleopatra y Ptolomeo, grabados en su respectivo cartucho en la estela de Roseta, que Champollion dio comienzo a su largo trabajo de inter­pretación y lectura. Los antiguos Egipcios esculpían los jeroglíficos en la piedra de los templos o los pinta­ban en las paredes de las cámaras sepulcrales, o tam­bién los trazaban con plumas de junco en los rollos de papiro, el remoto antepasado de nuestro papel.


¿Qué es, pues, el papiro? Es una hierba perenne pare­cida al junco, cuyo tallo alcanza una altura de dos a cinco metros y termina con una inflorescencia en for­ma de sombrilla. La médula del tallo, blanca y espon­josa, era cortada en películas delgadas que se aplica­ban a una tabla, pegándolas en los bordes. A esta pri­mera capa se le agregaba luego otra en sentido perpendicular y el todo se mojaba y se hacía secar al sol. Resultaba así una hoja que se prensaba y raspaba para adelgazarla. Finalmente se pegaban las distintas hojas una a otra, resultando una tira única que se en­rollaba y sobre la cual se escribía en columnas verticales.