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La peninsula del sinai

La peninsula del sinai


Hace aproximadamente veinte millones de años Egipto, el Sinaí y la península arábica estaban unidos en un bloque único. Luego, enormes revolvimientos terres­tres llevaron a la repartición de las tierras y la penínsu­la meridional del Sinaí, quedó aislada originando dos golfos: a oeste el golfo de Suez, cuya profundidad má­xima es de sólo 95 metros y a este el golfo de Aqaba, que alcanza los 1800 metros.


Este último pertenece a la gran hendedura terrestre — llamada Rift — que de la cadena del Touro se extiende hasta Kenia. La gran actividad sísmica del pasado y los tremendos fenómenos eructivos dieron al Sinaí meridional su huella ca­racterística: las montañas que se erigen allí tienen altu­ras que van de los 750 metros a los 2500 metros; sus cumbres más importantes son el Gebel Musa (Monte de Moisés) que tiene 2285 metros de alto y el Gebel Katrin (Monte de Santa Catalina) que alcanza los 2642 metros, siendo el más alto de la península.

La costa oriental, la que desde Sharm el Sheikh y Ras Mohammed llega hasta Taba, se contradistingue por las numerosas barreras coralinas que se subsiguen una tras otra.

Egipto , Misterios y Pirámides

Egipto , Misterios y Pirámides


Grandes Civilizaciones: Egipto

Grandes Civilizaciones: Egipto



La necropolis de Tebas

La necropolis de Tebas


Con el extraordinario desarrollo artístico, técnico y reli­gioso del que era partícipe, es natural que - ya desde los orígenes - el hombre egipcio se haya planteado, como te­ma central de su vida, el de su identidad y de su relación con el universo. Su pensamiento se funda sustancialmente en el dualismo, o mejor dicho, en un dualismo que co­mienza a manifestarse en la unidad y se cumple en la tri­nidad.


A partir del tercer milenio toda la creación es concebida como compuesta de materia y espíritu en diferente medi­da: en un extremo hallamos el mundo de la materia inerte, y en el otro el del puro espíritu. Así, el reino de la Tierra está en el extremo opuesto al reino del Cielo, y todo en­cuentro entre el hombre y el otro reino determina la enti­dad real y la vitalidad de cada individuo. Por lo tanto, el manifestarse de cada criatura, de cada cosa, se debe al Ka, es decir, al soplo divino que el gran dios Ra infunde en la materia inerte. Todo ello es una repetición eterna del ins­tante en que el Absoluto toma conciencia de su propia imagen y pronuncia las palabras sagradas "¡Ven a mí!". Así la piedra, la montaña, el Nilo, el mar, Egipto mismo, se distinguen por su Ka y participan de la divinidad gra­cias a él, gracias al dios que es causa y manifestación de su mismo ser.


En el hombre, punto central de la creación, microcosmos entre la tierra y el cielo, se verifica el mismo proceso uni­versal. En efecto, el dios Khnum, artífice de la raza huma­na, plasma dos figuras idénticas: el Khet que es la materia inerte, el cuerpo humano; y el Ka que es el soplo divino, el cuerpo espiritual. De esta superposición, que da vida a to­da criatura humana, nace el Ba, principio vital del ser hu­mano; es decir, nace la conciencia de sí mismo, la volun­tad propia distinta de la del Creador. El milagro de la cre­ación se repite, como acto de conciencia en el hombre, que se convierte así en la única criatura dotada de voluntad y de conciencia propias; responsable, por lo tanto, de sus propias acciones.


La particular visión del hombre egipcio, en esta relación inmanente y trascendental, es que su vida y sus acciones no están separadas del todo, porque junto con su alma ac­túa paralelamente el Ka, su doble divino, el "testigo que está en la barca de la verdad"; por ello, sus acciones for­man continuamente parte de la vida universal.


Ubicacion de a necropolis de Tebas


En este orden cósmico el Ka, hombre-espíritu, determi­na también el campo de acción, el tipo de vida al que el hombre-alma tiene que dar su contribución, desarrollando su propia personalidad según los designios divinos.


Todo el pueblo egipcio se identifica así con la imagen de una inmensa pirámide, donde cada peldaño es el campo de acción de cada individuo y el vértice es el campo de acción de su rey. De modo que las obras de cada uno se convier­ten en causa y sostén de las del faraón y, a su vez, el fara­ón se convierte en mediador entre el mundo finito y el mundo infinito.


La armonía universal es continua entre el mundo de esta vida y el de la otra. Porque el Ka del pueblo egipcio no es temporal, sino eterno, así como la pirámide terrestre se continúa con la celestial; y la sociedad formada sobre esta tierra nace como proyecto de la realidad divina que tiene su conclusión en el cielo. El faraón se convierte en garan­te de esta redención total, y su acción de padre absoluto y protector continúa incluso después de la muerte, de suerte que dirigiéndose a todos aquellos que viven todavía en el sufrimiento y en la miseria, exclama: "¡Abrid vuestros bra­zos, oh criaturas nacidas de la palabra de Dios, porque a aquél que cae yo lo levantaré, a aquél que llora yo lo con­solaré... haré todo lo que me ha concedido el Señor, que es bondadoso!".


En el tercer milenio predomina el concepto que la socie­dad terrestre es directa expresión de los planes divinos; por lo tanto, el Ka del faraón se convierte en fuerza que arrastra hacia la inmortalidad, y la pirámide terrestre se refleja exac­tamente en la divina. En el segundo milenio el Ba adquiere mayor importancia incluso para el faraón, y el juicio divino se extiende a todos los hombres. La vida pierde así el mis­terio de un rito y asume el significado de una misión que hay que cumplir; los tratados morales ya no son más la re­gla del saber vivir, sino que se convierten en condiciones necesarias para superar la gran prueba, credenciales para asegurarse el Más Allá. Con el debilitarse de la cohesión so­cial y de la tranquilidad económica, la búsqueda de las cre­denciales morales y la visión de un posible premio a las pro­pias acciones se vuelven cada vez más inciertas y angustio­sas, porque la definitiva victoria del bien sobre el mal, es de­cir, de la vida sobre la muerte, ya no se garantiza más, ni si­quiera a los potentes. Incluso el faraón se convierte en uno de los tantos hombres corroídos por la duda de que la mo­mia ya no es más la crisálida que se abre a la vida eterna, si­no el único anclaje a una larva de vida desconocida. "Las tumbas de los grandes constructores - dice el descorazona­do egipcio - han desaparecido. ¿Qué ha pasado con ellas? He escuchado los dichos de lmhotep y de Hergedef conver­tidos en normas y consejos imperecederos, pero ¿que ha su­cedido con sus tumbas? Los muros se han derrumbado y las tumbas ya no existen, como si ellos no hubieran existido nunca. No hay nadie que regrese del Más Allá y nos hable de ellos, que tranquilice nuestros corazones hasta que al­cancemos el mundo al que se han ido. Corazón mío, alé­grate, sólo el olvido te dará la serenidad".


En tanta incertidumbre, un breve paréntesis lo constitu­ye el reinado de Akhenatón: el faraón, con la religión de la igualdad, del amor y del contacto directo con la divinidad, les devuelve a los hombres la esperanza en la redención universal. Seiscientos años más tarde, en la época saita (666-524 a.C), la alta espiritualidad egipcia palpita toda­vía en la conquistada conciencia individual, en la igualdad de los hombres ante Dios y en una renovada confianza en la providencia divina. Son los últimos destellos de la pro­funda religiosidad antigua, que se repercutirá con lumino­sísimos reflejos en el pensamiento de los pueblos que van creciendo en torno a Egipto: los pueblos de Grecia y Pa­lestina.