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La sociedad egipcia

La sociedad egipcia


El faraón:

Egipto fue siempre una monarquía absoluta, en cuyo punto culminante estaba el rey, llamado faraón, consi­derado un dios viviente y destinado a unirse con las otras divinidades después de su muerte aparente. Se le daba el título de Hijo del Sol, representaba el poder re­ligioso, político y militar en todo Egipto y le asistía un primer ministro, quien encabezaba el poder ejecutivo. La palabra "faraón" es, en realidad, la deformación griega de una palabra egipcia que indicaba el palacio real. Es sólo durante el Imperio Nuevo, que "faraón" designará a la persona del soberano.

Constitución social y administrativa:

Los Egipcios estaban divididos en clases. La más res­petada era la de los sacerdotes, a quienes les corres­pondía cuidar de los templos. Ricos e influyentes, los sacerdotes estaban exentos de impuestos y se mante­nían con el dinero del culto. Las otras clases estaban constituidas por los nobles, encargados del gobierno político y religioso de las provincias; los escribas, es decir los empleados de la administración real; y por fin, el pueblo, formado sobre todo por artesanos y campesinos.


La agricultura:

Desde la más remota antigüedad, Egipto fue siempre un país esencialmente agrícola, productor de frutas, habas, lentejas, lino y sobre todo cereales, como trigo y mijo, que entonces se exportaban en grandes canti­dades. Las pinturas de las distintas épocas, que ilus­tran los trabajos en los campos, muestran que los ins­trumentos de aquel tiempo eran muy parecidos a los que aún hoy emplea el campesino egipcio.


Caracteristicas de la sociedad egipcia


La industria y el comercio:

Los Egipcios eran también hábiles en las actividades industriales y comerciales. La gran variedad de los objetos hallados en las tumbas atestigua su extrema capa­cidad para labrar oro, plata y cobre y tallar piedras preciosas. El arte de la orfebrería (anillos, brazaletes, pendientes, aretes, etc.) en que eran particularmente hábiles, alcanzó un grado de perfección extraordinario durante la IV, XII, XVIII y XX dinastías. Con muy es­casos medios, lograban tejer preciosas telas y en forma parecida fabricaban cerámicas, vidrios y esmaltes. No existía entonces moneda para las transacciones: una vez logrado el acuerdo, se trocaba una mercancía por otra. Con los pueblos de Nubia, por ejemplo, se troca­ban productos de la agricultura y de la industria; trigo y cebollas, armas y joyas en cambio de madera y pie­les, oro y marfil. Especias e incienso venían de Arabia, en tanto que grandes cantidades de madera de cedro procedían de Fenicia. A partir de la XVIII dinastía los Egipcios entablaron relaciones de negocios con los paí­ses de la cuenca del Eufrates y con las islas del Medite­rráneo oriental.


Las ciencias:

Según enseñaban los sacerdotes, las nociones de la ciencia fueron al principio transmitidas al hombre por Thot, el dios lunar considerado el inventor de la escritura, quien redactó todas sus obras inspirado por el dios supremo. Los Griegos lo asimilaron a Hermes Trismegisto, o sea "tres veces todopoderoso". Otro dios había revelado todas las instituciones sociales del antiguo Egipto.


Los Egipcios eran muy adelantados en la ciencia astro­nómica. Desde tiempos inmemoriales, basándose en la observación de los cuerpos celestes, habían calculado un año astronómico dividido en doce meses de treinta días, reunidos en tres estaciones agrarias de cuatro me­ses cada una: el período de la inundación, el de la siem­bra y el de la cosecha. A este conjunto de trescientos sesenta días había que agregar cinco días suplementa­rios que correspondían a las fiestas principales. La medicina también aparece muy pronto, pero a me­nudo mezclada con la magia. Numerosos tratados de medicina han llegado hasta nosotros: un tratado de ginecología, un manual de fórmulas y remedios varios, un tratado de cirugía y otros más. Sin duda alguna los médicos egipcios conocían las pro­piedades terapéuticas de las plantas. Por el contrario, tenían un conocimiento muy imperfecto de la anato­mía a pesar de su experiencia de embalsamamiento, y ello se debe a que desde el punto de vista religioso el cadáver era sagrado.

Los origenes del pueblo Egipcio

Los origenes del pueblo Egipcio


La historia de Egipto puede empezar en la época pa­leolítica, aun siendo una historia sólo hecha de hipóte­sis y suposiciones. En aquel tiempo era el valle del Nilo muy distinto de lo que es hoy: hasta el Delta el territo­rio era todo una vasta ciénaga, el río lo cubría casi por completo y el clima era mucho más húmedo que el ac­tual. Sin embargo, las condiciones fueron modificán­dose a fines del paleolítico; el Nilo fue tomando su cur­so actual y el desierto invadió lentamente las regiones limítrofes, favoreciendo la concentración de la vida humana a lo largo del fértil valle del río.


En la época neolítica, es decir unos 10.000 años antes de Jesucristo, ya vivían en el país dos pueblos muy dis­tintos y de diverso origen: uno, de raza africana, pro­venía del centro de África; el otro, de raza mediterrá­nea, había llegado desde Asia central. También se cree que un tercer grupo se había asentado allí, procedente de la legendaria Atlántida y llegado al valle del Nilo pasando por Libia. Fue así como se formaron dos gru­pos de civilizaciones: el primero se detuvo en el norte del país, en la región del Delta, fundando la primera aglomeración urbana, Merimda; el segundo se estable­ció en el sur y tuvo Tasa como capital del distrito. El pueblo egipcio, pues, ya estaba dividido en dos gru­pos desde aquella lejana época y a pesar de la sucesiva unificación del país, quedó un rastro de ello en la divi­sión del territorio en nomos (así llamados por los Griegos), de los que había veintidós en el Alto Egipto y veinte en el Bajo.

Estos eran aún los albores de la civilización, la época que los Egipcios llamaron "el tiempo del Dios", en que el rey Osiris ocupaba el trono de Egipto.


LOS ORIGENES DEL PUEBLO EGIPCIO EN LA EPOCA PALEOLITICA


El reinado terrestre del primer rey egipcio está docu­mentado por un conjunto de inscripciones llegadas a nuestros días con el nombre de Texto de las Pirámides. Según la leyenda, fue el mismo Osiris quien realizó la primera unificación de los dos grupos étnicos; pero ella fue de corta duración, pues hay que llegar aproxi­madamente a 3200 a. de J.C. para hablar de historia egipcia.


Union del Alto y Bajo Egipto


La historia comienza con el rey Narmer, identificado por algunos con el mítico rey Menes, quien fue el unifi-cador de los dos reinos y fundó la primera de las trein­ta y una dinastías que se sucedieron en el trono egipcio hasta 332, año de la conquista de Alejandro Magno. "Es un quebrantador de cabezas... no conoce indul­gencia". Es esto lo que se lee del rey Narmer en una antigua inscripción, y es el terrible ademán en que está representado en la célebre "paleta de Narmer", una tablilla de pizarra de 74 centímetros de alto, que data de alrededor de 3100 a. de J.C, hallada en Hierakon-polis (la antigua Nekheb, hoy El-Kab), la ciudad sa­grada del reino prehistórico del Alto Egipto. En una cara de la paleta aparece el rey con la corona cónica del Alto Egipto, asiendo con una mano por los cabellos al enemigo ya postrado y empuñando una clava en la otra. La otra cara de la tablilla lo representa con la co­rona del Bajo Egipto, frente a una multitud de enemi­gos decapitados.


Tres eran en efecto las coronas, símbolo de la realeza: la blanca del Norte, la roja del Sur y la doble corona, formada por las dos anteriores, que simbolizaba la unidad del reino. Asimismo, el buitre era el símbolo del Alto Egipto y el áspid el del Bajo Egipto.

Egipto antes de los Faraones

Egipto antes de los Faraones


Antes de que "estallase" la civilización egipcia, es decir, en la era paleolítica, el Mar Mediterráneo estaba dividido en dos grandes cubetas por una lengua de tierra que, pa­sando por la isla de Malta, unía Túnez a Italia. Un inmen­so anillo de tupidos bosques lo ceñía, y en lugar del Nilo había una cadena de vastas lagunas y espesuras que llega­ban hasta el mar. La fauna europea se mezclaba entonces con la del norte de África; razas mediterráneas alpinas, confundidas con especies somalíes y beréberes, vivían en una especie de edén sin confines.


Entre el 10.000 y el 8000 a.C. un cataclismo - que se es­taba gestando desde hacía tiempo - ocasiona profundos cambios en la superficie del globo terráqueo: el puente tendido entre Túnez e Italia se hunde en los abismos del mar dejando, cual migajas, sólo las islas maltesas; en el norte de África los inmensos bosques se van raleando progresivamente; las desmesuradas lagunas desaparecen cediendo sitio a desiertos de roca y arena. El Nilo empie­za a tomar su trazado definitivo, y cada vez más se pare­ce a una gigantesca serpiente que desde el corazón del África corre junto al Mar Rojo hasta volcar sus aguas en el Mediterráneo.

Entre el 8000 y el 5000 a.C. tanto en el Alto como en el Bajo Egipto hay un continuo desplazamiento de indivi­duos: son pueblos procedentes de Asia, del centro de Áfri­ca y del Occidente, son tal vez los sobrevivientes de la le­gendaria Atlántida. Pero la tierra del Nilo se vuelve cada vez menos hospitalaria: el desierto va cerrando sus tenazas e invadiéndola implacablemente, al par que las crecidas del imponente río borran sus orillas sepultándolas bajo ca­pas de barro viscoso. Mas he aquí que en el cuarto milenio aparece en este escenario un pueblo extraordinario, un pueblo capaz de encauzar las aguas cenagosas a lo largo de miles de kilómetros y de coordinar el trabajo agrícola en millares y millares de hectáreas; un pueblo que funda aldeas y ciudades y crea la más vasta sociedad organizada que jamás había existido. Pálidos destellos ofrecen expe­riencias similares, florecidas sólo en Mesopotamia (Uruk, Ur, Lagash), y no es posible localizar sus orígenes más que volviendo nuestros ojos hacia el hipotético continente de Atlántida, cuya existencia supuso, tres mil años después, el sabio Platón.


Los mismos egipcios afirman que su historia comienza con el reinado de Osiris, y que antes que él ya habían exis­tido otros tres grandes reinos divinos: el Reino del Aire, gobernado por Shu; el Reino del Espíritu, cuyo señor era Ra; y el Reino de la Tierra, en manos de Geb. En estos rei­nos parecen estar representadas las eras anteriores a la nuestra, y en el de Geb la Era de Atlántida. Osiris, el dios-rey y hombre, está recordado como un monarca de ilimitada bondad y sabiduría, que reúne a las tribus nómadas y les enseña a trocar el daño de las inundaciones en benefi­cio; a rechazar al desierto árido y seco, siempre al acecho, con la irrigación y la labranza de la tierra; a sembrar el tri­go para poder disfrutar de harina y pan; a cultivar la uva para transformarla en vino y la cebada en cerveza. Al mis­mo tiempo, Osiris entrega a las tribus nómadas los rudi­mentos para la extracción y elaboración de los metales, y con el sabio Thot les enseña la escritura y las artes. Cum­plida su misión, deja en el trono a su amada esposa y co­laboradora Isis y se marcha hacia las tierras de Oriente (Mesopotamia) para instruir a los otros pueblos. A su re­greso, su hermano Seth le prepara una celada y lo mata, se apodera del trono y esparce sus miembros por todo Egip­to. Su desconsolada esposa reúne los pedazos de Osiris, y con la ayuda del fiel Anubis recompone su cuerpo. Se pro­duce entonces el milagro: gracias a las lágrimas de Isis, Osiris resucita y sube a los cielos tras dejarle un hijo: Horus. Ya adulto, éste se enfrenta con su malvado tío, derro­ta al usurpador y retoma la obra de su divino padre.


La cultura de Egipto antes de los Faraones


De esta aurora de los tiempos, en la que historia y le­yenda se confunden con las imágenes de Atlántida o del "planeta Egipto", es mudo testigo ese monumento único y sin edad que es la Gran Esfinge.


La construcción de la Esfinge se atribuye a Kefrén (ha­cia 2550 a.C), pero ningún elemento técnico, arquitectó­nico ni de lógica continuidad la vincula a la Gran Pirámi­de y a los monumentos de ese Faraón. La representación del cuerpo de león con cabeza humana invierte la clásica visión de los dioses, con el cuerpo humano y la cabeza de animal (leonina en la pareja primigenia), y acentúa el mis­terio de este colosal ideograma: ¿es un monumento que el antiguo pueblo dedica a su primer rey, el gran Osiris, una piedra miliaria hincada entre la vida terrenal y la celeste?


El pueblo elegido de seis mil años ha se divide en dos grandes zonas de características bien diferenciadas: el Al­to Egipto, en el valle del Nilo, que desde el Sur serpentea hacia el Norte con un curso de centenares de kilómetros; y el Bajo Egipto, bañado por los innumerables canales del Delta que se extienden por aproximadamente 150 km.


El Alto Egipto, es decir, el territorio de Egipto que se ex­tiende al sur de la Esfinge, tiene una faja de tierra cada vez más estrecha y menos generosa; al aumentar las dificulta­des y complicaciones de la vida cotidiana se acentúa tam­bién la necesidad de encerrarse, de reunirse en grupos hu­manos preocupados sobre todo por los problemas internos.


El Bajo Egipto es, en cambio, una tierra generosa, cuya densa población mantiene un contacto continuo con los otros pueblos a través de infinitas vías que favorecen las actividades mercantiles, por tierra y por mar; por consi­guiente, en la tierra del Delta florecen comunidades abier­tas, autosuficientes, en continua ebullición.