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Egipto antes de los Faraones

Egipto antes de los Faraones


Antes de que "estallase" la civilización egipcia, es decir, en la era paleolítica, el Mar Mediterráneo estaba dividido en dos grandes cubetas por una lengua de tierra que, pa­sando por la isla de Malta, unía Túnez a Italia. Un inmen­so anillo de tupidos bosques lo ceñía, y en lugar del Nilo había una cadena de vastas lagunas y espesuras que llega­ban hasta el mar. La fauna europea se mezclaba entonces con la del norte de África; razas mediterráneas alpinas, confundidas con especies somalíes y beréberes, vivían en una especie de edén sin confines.


Entre el 10.000 y el 8000 a.C. un cataclismo - que se es­taba gestando desde hacía tiempo - ocasiona profundos cambios en la superficie del globo terráqueo: el puente tendido entre Túnez e Italia se hunde en los abismos del mar dejando, cual migajas, sólo las islas maltesas; en el norte de África los inmensos bosques se van raleando progresivamente; las desmesuradas lagunas desaparecen cediendo sitio a desiertos de roca y arena. El Nilo empie­za a tomar su trazado definitivo, y cada vez más se pare­ce a una gigantesca serpiente que desde el corazón del África corre junto al Mar Rojo hasta volcar sus aguas en el Mediterráneo.

Entre el 8000 y el 5000 a.C. tanto en el Alto como en el Bajo Egipto hay un continuo desplazamiento de indivi­duos: son pueblos procedentes de Asia, del centro de Áfri­ca y del Occidente, son tal vez los sobrevivientes de la le­gendaria Atlántida. Pero la tierra del Nilo se vuelve cada vez menos hospitalaria: el desierto va cerrando sus tenazas e invadiéndola implacablemente, al par que las crecidas del imponente río borran sus orillas sepultándolas bajo ca­pas de barro viscoso. Mas he aquí que en el cuarto milenio aparece en este escenario un pueblo extraordinario, un pueblo capaz de encauzar las aguas cenagosas a lo largo de miles de kilómetros y de coordinar el trabajo agrícola en millares y millares de hectáreas; un pueblo que funda aldeas y ciudades y crea la más vasta sociedad organizada que jamás había existido. Pálidos destellos ofrecen expe­riencias similares, florecidas sólo en Mesopotamia (Uruk, Ur, Lagash), y no es posible localizar sus orígenes más que volviendo nuestros ojos hacia el hipotético continente de Atlántida, cuya existencia supuso, tres mil años después, el sabio Platón.


Los mismos egipcios afirman que su historia comienza con el reinado de Osiris, y que antes que él ya habían exis­tido otros tres grandes reinos divinos: el Reino del Aire, gobernado por Shu; el Reino del Espíritu, cuyo señor era Ra; y el Reino de la Tierra, en manos de Geb. En estos rei­nos parecen estar representadas las eras anteriores a la nuestra, y en el de Geb la Era de Atlántida. Osiris, el dios-rey y hombre, está recordado como un monarca de ilimitada bondad y sabiduría, que reúne a las tribus nómadas y les enseña a trocar el daño de las inundaciones en benefi­cio; a rechazar al desierto árido y seco, siempre al acecho, con la irrigación y la labranza de la tierra; a sembrar el tri­go para poder disfrutar de harina y pan; a cultivar la uva para transformarla en vino y la cebada en cerveza. Al mis­mo tiempo, Osiris entrega a las tribus nómadas los rudi­mentos para la extracción y elaboración de los metales, y con el sabio Thot les enseña la escritura y las artes. Cum­plida su misión, deja en el trono a su amada esposa y co­laboradora Isis y se marcha hacia las tierras de Oriente (Mesopotamia) para instruir a los otros pueblos. A su re­greso, su hermano Seth le prepara una celada y lo mata, se apodera del trono y esparce sus miembros por todo Egip­to. Su desconsolada esposa reúne los pedazos de Osiris, y con la ayuda del fiel Anubis recompone su cuerpo. Se pro­duce entonces el milagro: gracias a las lágrimas de Isis, Osiris resucita y sube a los cielos tras dejarle un hijo: Horus. Ya adulto, éste se enfrenta con su malvado tío, derro­ta al usurpador y retoma la obra de su divino padre.


La cultura de Egipto antes de los Faraones


De esta aurora de los tiempos, en la que historia y le­yenda se confunden con las imágenes de Atlántida o del "planeta Egipto", es mudo testigo ese monumento único y sin edad que es la Gran Esfinge.


La construcción de la Esfinge se atribuye a Kefrén (ha­cia 2550 a.C), pero ningún elemento técnico, arquitectó­nico ni de lógica continuidad la vincula a la Gran Pirámi­de y a los monumentos de ese Faraón. La representación del cuerpo de león con cabeza humana invierte la clásica visión de los dioses, con el cuerpo humano y la cabeza de animal (leonina en la pareja primigenia), y acentúa el mis­terio de este colosal ideograma: ¿es un monumento que el antiguo pueblo dedica a su primer rey, el gran Osiris, una piedra miliaria hincada entre la vida terrenal y la celeste?


El pueblo elegido de seis mil años ha se divide en dos grandes zonas de características bien diferenciadas: el Al­to Egipto, en el valle del Nilo, que desde el Sur serpentea hacia el Norte con un curso de centenares de kilómetros; y el Bajo Egipto, bañado por los innumerables canales del Delta que se extienden por aproximadamente 150 km.


El Alto Egipto, es decir, el territorio de Egipto que se ex­tiende al sur de la Esfinge, tiene una faja de tierra cada vez más estrecha y menos generosa; al aumentar las dificulta­des y complicaciones de la vida cotidiana se acentúa tam­bién la necesidad de encerrarse, de reunirse en grupos hu­manos preocupados sobre todo por los problemas internos.


El Bajo Egipto es, en cambio, una tierra generosa, cuya densa población mantiene un contacto continuo con los otros pueblos a través de infinitas vías que favorecen las actividades mercantiles, por tierra y por mar; por consi­guiente, en la tierra del Delta florecen comunidades abier­tas, autosuficientes, en continua ebullición.

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